Niégale que te pone nervioso, que te pones enfermo cada vez que te mira, que sus ojos te hacen perder la noción del tiempo, que es tu debilidad.
Dile que no te gusta que te toquen así el pelo, que no aguantas esa manera de darte besos por el cuello. Que no se te pone la piel de gallina cuando te susurra al oído y que no soportas cuando juega a no besarte.
Y ahora asume que es todo lo contrario, que te tiemblan las piernas cuando te muerde el labio inferior, que no jadear se convierte en misión imposible cuando desliza sus dedos por tu abdomen. Que pasas a otro mundo cada vez que la ves caminar por el pasillo con tu camisa puesta y medio desabrochada, despeinada a lo loca y con la ceja levantada.
Reconoce que te pasarías la noche en vela besándole, mordiéndole y jugando con su cuerpo. Reconoce que buscarle defectos se ha convertido en un intento de ignorarle sin resultado alguno.